Cada producto de alimentación que acaba en tu nevera y tu estómago tiene detrás una historia, un origen en algún punto concreto y una determinada distancia que ha debido recorrer hasta ti. Cuánta diferencia entre la sección de congelados del supermercado del barrio y esos tomates o esas lechugas que te ha traído alguien que conoce a alguien con huerta.
La preguntas, en esencia, son si ha crecido en base a criterios ecológicos, cuánta energía ha hecho falta para que acabara en tu mesa (durante su crecimiento o elaboración) y qué otros factores (empaquetado, precio justo, distribución de beneficios) lo hacen un alimento respetuoso con el entorno y las personas que han entrado en contacto con él desde el principio.
Quienes pasan de tales preguntas a la acción tienen en Cataluña, por ejemplo, la posibilidad de sumarse a alguna de las cooperativas de consumo ecológico existentes, que tratan de afianzar un modelo de compra organizada y de cercanía en base a criterios ecológicos (producto de temporada, y sin transgénicos ni pesticidas, por favor), sostenibles (sin explotación masiva de recursos ni de agricultores) y de cercanía (sin el consumo energético que implica el uso de camiones o contenedores industriales).
Armados todavía de más razón desde que el cambio climático ha pasado de las discusiones de los científicos a constatarse con sólo mirar por la ventana, cooperativistas y consumidores responsables tratan de alimentarse generando el mínimo impacto negativo posible, a la vez que posibilitando formas de vida agrícola alternativas que puedan sobrevivir a los caprichos del mercado y la tiranía monetaria de las grandes superficies de consumo.